jueves, 15 de octubre de 2009

El ángel

Era triste como un día gris. El párpado le cubría la mitad de la pupila y su mirada mustia parecía una foto antigua, detenida en el tiempo. En el barrio la conocían como cebollita: desde chiquita no hacía más que provocar lágrimas a quien la mirase. Durante años, los compañeros de colegio no la invitaban a los cumpleaños, porque de hacerlo terminaban todos en una gran catarsis de llanto espasmódico. Mi tía Carmelina, me tenía prohibido pasar por la puerta de su casa porque decía que era contagioso, que la peste y la enfermedad y no sé cuántas cosas más…

Griselda era consciente de lo que provocaba, pero cada vez se abstraía más en su soledad y pasaba cada recreo del colegio mirando un punto fijo entre las millones de manchitas negras que tenían las baldosas del patio. Y así permanecía hasta que la campana indicaba entrar al aula nuevamente. Muchas veces me sumé al coro de niños groseros y burlones, pero hoy me arrepiento de ello.

La recuerdo arrastrar sus pies descalzos entre la tierra del basural de la esquina, con los hombros vencidos hacia adelante y la cabeza gacha. Ya abrió paso entre las bolsas sucias doce veces, ida y vuelta.

Estoy sentada en el umbral de mi casa comiendo caramelos que me trajo mi tía Carmelina, 34° grados a la sombra, ni los perros en la calle. Salvo ella, la triste Griselda debajo del rayo solar y yo, que acostumbro a sentarme debajo del limonero después del almuerzo. Parece mirar hacia abajo como intentando encontrar algo perdido. Mueve un pie de izquierda a derecha como rozando la tierra, sin apoyarlo del todo y con el dedo gordo hace hoyitos en la tierra seca, inclina su torso en pequeñas secuencias hacia abajo, mirando el suelo y dirige uno de los brazos en la misma dirección. No veo demasiado desde enfrente, pero creo que con el dedo índice, escarba en el mismo lugar donde escarbó con el dedo gordo del pie. El otro brazo lo apoya en la montaña de bolsas que está a su costado diestro. Parece más fea de lo que en realidad es, con el pelo ondeado y seco tapando su cabeza completa y de nuca al cielo. Desde el umbral de casa estiro el cuello como queriendo acercarme y retrocedo un poco cuando ella amaga en volver su torso a la normalidad. Me quedo absorta, pegada a los dedos de Griselda, que aún revuelve la tierra con toda la mano. Hace polvo y un hoyo cada vez más profundo con movimientos rápidos y enérgicos. Hasta que toma algo entre sus dedos. Imagino que es del tamaño de una falange. No se ve más que su mano entre una nube de tierra agitada. Por unos minutos lo mira tan tensa y concentrada como yo la observo a ella. Silencio en el aire, fragancia a orín de gato y a cebolla podrida en el medio de una brisa calurosa.

Sin perder la mirada en otra cosa que no sea su mano, acomoda su torso en posición vertical, camina sin sacar la vista de su puño cerrado. El baldío de al lado al basural aún tiene una porción de tierra usable. Griselda camina hechizada y tanteando con las puntas de los dedos el terreno, elige un espacio, mira la tierra, se pone en cuclillas y como si nada existiese a su alrededor, mantiene con cuidado su puño izquierdo en el aire y con su mano libre ahueca la tierra con total parsimonia, y en un ritual de suma concentración, baja su puño izquierdo y suavemente lo abre dejando caer algo diminuto, mínimo, tan mínimo que no puedo verlo.

Esa imagen revolotea en mis recuerdos. Nunca supe que tenía entre sus manos, pero cada tarde, después de almorzar, llevaba a ese lugar un bidón de agua y lo echaba en cuotas para no hacer un barrial.

Hoy, desde el umbral de casa, en aquél terreno se ve un árbol inmenso, con un tronco firme hacia arriba y hacia el costado, como si en algún momento se hubiese cansado de estar erguido y una parte de él eligió recostarse casi sobre el suelo. Después de quince años, en lugar del basural, Griselda elige pasar las horas sobre esa rama del árbol para mirar las chicharras. Eso, cuando no decide buscar algún método para quitarse la vida. Siempre es en la siesta, con el calor fulminante o el invierno más congelado.

Desde hace quince años intenta suicidarse y ni siquiera eso le sale bien. Cuentan las vecinas que han sido más de treinta intentos y todos resultaron un fracaso absoluto. Hace dos semanas se tiró desde la copa de su árbol. Esguince de tobillo y algunas lesiones en las rodillas, pero nada grave. Esas fueron las palabras de los médicos.

La veía triste, muy triste. Así es que ayer, en el horario de almuerzo del trabajo, compré dos porciones de tarta y dos gaseosas y caminé las cuatro cuadras de siempre, pero en lugar de ir a casa, fui al terreno, que ya no es más baldío. Me acerqué sigilosa, no quería asustarla, el pueblo es silencioso al mediodía y la actividad recién comienza nuevamente a las cinco de la tarde. Las hojas de distintos verdes la cubren de su ahogo y la protegen del sol. Entrega su cuerpo casi involuntariamente sobre el grandioso árbol. A tres pasos de llegar, la siento hablar por primera vez con alguien, pero no veo a nadie, más que a ella. Supuse que una vez más estaba hablándose a sí misma y murmurándose como lo hacía siempre. Me apoyo en la tierra para no hacer ruido y escucho atenta:
−No me retengas. Estoy cansada y necesito un poco de oxígeno. Te suplico que me lleves adonde vayas. Voy a sujetarme de tus alas y sé que vas a mostrarme el paraíso… ¿no es cierto?... no te rías de mí… te lo ruego.
Siento una risa irónica y un timbre de voz grave y burlón que le contesta:
−No me río de vos… Todavía no te toca, no me provoques, vas a morir cuando yo quiera.

jueves, 1 de octubre de 2009

La irremediable levedad del “puede ser”

Vivimos en tiempos de inseguridad. Salís de trabajar, te apuntan contra una pared y te sacan el celular y algo de plata. Indignada, subís al primer taxi que se te cruza y pensás en pagarlo en tu casa. Al subir, explotás en llanto porque no podés entender con qué facilidad ese ser humano con aire a mugre acumulada, se había adueñado de algo ajeno y mientras despotricabas contra su persona, por debajo de una lágrima ves un celular (mejor que el que te robaron) al lado de tu mano. Secás tus lágrimas de cocodrilo y seguís viaje con la “nueva adquisición” en el bolsillo de la cartera.

Hasta lo más incierto se torna cierto y uno no deja de sorprenderse. Internet se ríe de los que aún creen que es imposible encontrar el amor vía chat. En materia de Derecho, alguna vez fuimos dualistas con la misma convicción con la que hoy somos monistas. En el ’89, el señor de las patillas largas y acento riojano abrió piedra libre a los monopolios en materia de expresión y privatizó lo que en algún momento perteneció al Estado Argentino.

De la misma manera, Adán y Eva no se pelean con el abanico de teorías por tomar el primer puesto en los orígenes de la Humanidad. Y mientras en la tele se debate por la primacía de ambas líneas de pensamiento, vos te das cuenta de que tu trabajo podría ser otro y no éste donde puede que te paguen a tiempo, y no te mantengan en negro.

Mientras todo esto puede que suceda, la hegemonía dominante hace redondeles de humo con los Derechos Humanos… Es que aún todo es posible; ojalá algunas cosas no lo fueran.

No quiero configurar una conciencia de grises, pero dado el caso de que todo puede ser de una manera y flexiblemente puede pasar al campo contrario, me veo obligada a replantearme por qué todo puede ser y no ser.

Algunos hablan del blanco y del negro. La gran mayoría hace alusión a la falta de grises. “No pude, soy un extremo o el otro, no tengo punto medio”. Eso me dijo un amigo mientras me contaba que la novia lo había engañado. Ella, la tímida e inocente María, con sonrisa de sol y rostro angelado. La de las cartas de amor con la fragancia del perfume importado que él mismo le había regalado. María era única en su vida hasta ayer. Hoy, puede que no exista más, o tal vez sí.


Esa leve inconsistencia que parece inofensiva, atraviesa la sociedad de punta a punta. Despierta el miedo de algunos y la liberación de otros. Así Valentín puede que algún día sea Valentina en cuestión de minutos, o convivan ambos en un mismo cuerpo.

Salvando las distancias, en el medio de lo improbable, un Tornado destruya la vida de una ciudad, y mientras algunos están sedientos por recuperar su dignidad, otros se empachan con riqueza y poder.

Es que este grandioso país, nuestra querida Nación Argentina, que en algún momento fue Confederación, pareciera estar dirigido por una figura invisible sin certezas, ni consistencia; por la figura de un “puede ser” que corre para donde el viento vuela: hoy puede que hacia el Norte, mañana puede que hacia el Sur. Quién sabe…

miércoles, 16 de septiembre de 2009

No es sueño, es hambre (versión II)

Cuando llego a la estación de subte de Retiro, me abstraigo. Tramo corto hasta Libertador. Pienso: ¿qué son cincuenta metros? Nada.

Esta mañana, el mismo vendedor de tortas está sentado con la columna vertebral encorvada frente a la mesa enclenque donde exhibe sus bizcochuelos. Mientras sus manos dan vueltas las hojas sucias del diario gratuito, la abuela que está al lado de los que alguna vez fueron teléfonos públicos, espera que alguno de los que pasamos por allí, a cambio de una moneda, le saquemos de las manos un paquete de pañuelos descartables.

En un costado del piso, como un lilium primaveral, veo la bolsita de poxi-ran al lado de la joven madre. Tiene los brazos plagados de moretones, pero cobija a su bebé, que llora con una mensualidad de mocos recorriéndole los labios.

El olor a pizza de cebolla da náuseas a las ocho de la mañana; pero es lo que más se siente en el pasillo entre el andén y las escaleras mecánicas. Mis fosas nasales respiran orín seco, un vaho penetrante que me recorre de punta a punta provocándome más náuseas que el aceite frito y la mozzarella recalentada.

Casi haciendo cruz al barcito del olor a pizza y en un rincón mojado por los líquidos sucios de la estación, duerme amontonada media docena de niños de entre ocho y quince años. La bolsita con el pegamento que aspiran, ésta y casi todas las mañanas, tiene un efecto poderoso, casi mágico. Pero no es la magia que acompaña a la inocencia. Es, por el contrario, la reina madre del tren del terror de todas las magias del mundo.

Mientras pienso en ello, antes de pisar el primer escalón de la escalera mecánica, una niña, aproximadamente de dos años, se despierta entre la masa humana amontonada. Se trepa a los cuerpos y se deja caer. Se divierte. Lo repite con una sonrisa pícara e inocente, pero esta vez se aleja de las frazadas nauseabundas y se mezcla entre los transeúntes subterráneos. Pienso en ella en cada de uno de mis pasos hacia Libertador.

Al salir de la estación, el canillita me saluda con una sonrisa amable, al mismo tiempo que levanta la palma de su mano derecha en dirección al cielo. Por supuesto, yo lo imito en devolución del gesto.

En la calle hay sol y el aire huele a garrapiñada. Hay vida que camina apresurada entre otros cuerpos vencidos que de vez en cuando reptan por la superficie. Como el de esa abuela, que interrumpe el paisaje de los rascacielos que rodean toda la plaza Fuerza Aérea Argentina. Su colchón de material parece más cálido con la frazada. Dos palomas se detienen sobre los pies descalzos, (la única parte que la frazada no cubre). Picotean, se mueven inquietas y vuelven a picotear restos de pan. La abuela no se inmuta.

Sigo mi camino hacia Libertador mientras recibo empujones gratuitos y esquivo las chucherías de los puestos callejeros. Bocinazos y frenadas de colectivos son el telón musical de un Retiro sorprendente, de la plaza que están reacondicionando, con la Torre de los ingleses bien erguida, mostrándole a los extranjeros que se hospedan en el Sheraton, un Buenos Aires patriótico. Pienso. Camino. Me pierdo en la inmensidad de L.N. Alem y Av. Del Libertador, dos retazos de la historia mediados por el monumento al General San Martín en la cúspide de la plaza que lleva su nombre. Más abajo de la barranca, el Cenotafio de los caídos en Malvinas está custodiado por dos granaderos casi petrificados. Una identidad Nacional sólida, enaltecida con el honor y la lucha en cada nombre propio, en tan sólo cincuenta metros.

Todas las mañanas hago el mismo recorrido. Los niños amontonados en ese rincón son parte del paisaje.
Hace cinco días que observo atenta. Están todos. Pero hace días que falta una. La recuerdo bien.
Era la única más pequeña.

lunes, 7 de septiembre de 2009

No es sueño, es hambre

Cuando llego a la estación de subte de Retiro, me abstraigo. Tramo corto hasta Libertador. Pienso: ¿qué son cincuenta metros? Nada. Pero en esa Nada me encuentro con Todo. Con ese Todo del que muchos hablan y otros se indignan, pero pocos resuelven.

Todas las mañanas es el mismo vendedor de tortas, la misma abuela que duerme en el pavimento, la otra que vende pañuelos descartables; la mismísima bolsa de poxi-ran, el mismo bebé que llora con una mensualidad de mocos deslizándose por sus labios (en el mejor de los casos). Las dos abuelas están siempre, son parte del paisaje. Su colchón de material parece ser más cálido con la frazada encima, que aísla parte de su cuerpo del frío. Dos palomas se posan sobre los pies descalzos, (la única parte que la frazada no cubre). Picotean, se mueven inquietas y vuelven a picotear restos de pan. La abuela no se inmuta.

El olor a pizza de cebolla me da náuseas a las ocho de la mañana; le diría a la chica de cabellera parda, que atiende el barcito subterráneo, que empezara más tarde con sus tareas, pero sería pretender demasiado.

Mientras subo las escaleras mecánicas, mis fosas nasales respiran orín seco, un vaho penetrante que me recorre de punta a punta como adueñándose de mí. Casi haciendo cruz al barcito del olor a pizza y en un rincón mojado por los líquidos sucios de la estación, yacen amontonados media docena de niños de entre ocho y quince años. La bolsita con el pegamento que aspiran, tiene un efecto poderoso, casi mágico...

Cuando era niña, asociaba la magia a la inocencia, a la sorpresa, a un mundo de ilusiones. Pero esta magia que veo todas las mañanas, es la reina madre del tren del terror de todas las magias del mundo.

Mientras pienso en ello, antes de pisar el primer escalón de la escalera mecánica, una niña, aproximadamente de dos años, se despierta entre la masa humana amontonada. Se trepa a los cuerpos y se deja caer. Se divierte. Lo repite con una sonrisa pícara e inocente, pero esta vez se aleja de las frazadas nauseabundas y se mezcla entre los transeúntes subterráneos.

Ya estoy arriba, en la calle, viendo la luz del día. Huelo a garrapiñada y factura, en el aire. Se sienten risas, movimiento, hay vida que camina apresurada, pero por sobre todas las cosas, hay vida: feliz, desdichada, exitosa… como sea. Pero mientras hay piezas que se mueven, la realidad se modifica y nos empuja al cambio, al crecimiento digno, al conocimiento, a la libertad…

Al salir de la estación, camino pensativa, y me pregunto si aquella pequeñita, que hoy juega entre los cuerpos que sueñan por hambre o algunas cuantas drogas, podrá algún día, modificar una pieza de lugar y jugar en otra realidad.

miércoles, 2 de septiembre de 2009

La combinación perfecta

Un poco de vos y un poco de mí, es un poco de nosotros. Un nosotros en armonía donde cada una de sus partes se acomoda en la naturaleza que la hospeda.
Inmóvil yacen los pequeños retazos de mi alma, complementada por los más grandes espesores de la tuya.

La armonía de tu ser involucrándose en el mío, dejando parte de él en mi cobijo.
La piel sudorosa, la respiración agitada, el caos, los gritos, la humedad, la falta de respiración, el placer...

Terminamos. Somos dos niños felices, tendidos en la inmensidad del placer de un tormentoso encuentro.

Una noche más...

Y después de que todo acabó, el silencio se hizo diálogo entre nosotros.
Tu respiración me decía cuánto deseabas que me fuera.
Mi mirada te susurraba al oído cuánto necesitaba permanecer acostada a tu lado después de tanto juego. Pero nuestro silencioso diálogo duró apenas quince minutos y fue repentinamente interrumpido por el timbre chillón de tu departamento.

Prendí los últimos botones de mi camisa de seda. Tomé entre mis manos mi abrigo y subí al taxi.

Vacía llegué a mi cama. Sola. Silenciosa.

Desprendí cada botón de mi camisa. Me recosté en mis sábanas blancas, limpias y secas, como si intentase sumergirme en la consistencia de la tela, en la profundidad del dolor que sentía.

Cerré los ojos. Una lágrima atravesó mi mejilla y cayó en mi almohada.

Intené conciliar el sueño para no recordarte.

Para borrar tu imagen.

domingo, 30 de agosto de 2009

La esquina de los plantados

Fui puntual: el viernes a las 18 horas en Yerbal y Nazca, justo antes de las vías yendo desde Rivadavia. Siento vibrar mi celular. Era Laura: se retrasaría quince minutos. Al menos no estaría sola. Una joven estaba parada en la esquina a mi costado izquierdo, sobre Nazca. Miraba el reloj impaciente. “La esquina de los plantados”, pensé.

Mientras le respondía el mensajito a Laura, una pareja, justo a mi costado diestro, a veinte metros de la esquina, sobre Yerbal, jugaba a hacerse arrumacos. Ella vestía jeans ajustados, como incorporados al cuerpo, una campera corta, bastante acolchonada. El elástico al nivel del cierre envolvía su cintura casi a punto de asfixiarla. Ella coqueteaba con él mientras pasaba sus manos sobre la tintura de su cabello opaco y extremadamente amarillo. Lo miraba fijo. Él, dirigía su vista hacia las baldosas y yo me introducía entre sus cuerpos, como si nada existiese y fuera parte de ese juego.

Ella movía sus brazos con movimientos espásticos y alternadamente, flexionaba una rodilla mientras mantenía la otra estirada. Se acercaba a los labios del joven, que se avergonzaba en cada intento de ser besado. Algo le decía casi en el oído, pero él escapaba a su búsqueda brusca, mientras sonreía moviendo negativamente su melena enrulada de izquierda a derecha. La mujer, bastante insistente apoyaba sus manos sobre el cierre de su campera, que minutos antes estaba cercano al cuello. Él abrió los ojos y sonrió avergonzado y nervioso. Estaba inquieto, miraba su reloj al mismo tiempo que intentaba dar breves pasos para avanzar hacia la esquina donde yo estaba, pero era interceptado por el cuerpo avasallante, de plataformas altas y cartera diminuta.

La mujer continuó pasando sus dedos por entre el cabello seco, buscando aceptación y a medida que el joven adelantaba, con pasos titubeantes, ella bajaba aún más el cierre abriendo de lado a lado cada solapa de su abrigo.

No podía ver demasiado desde donde estaba parada, pero era evidente que no estaban haciéndose arrumacos: el quería escapar.

Después de unos minutos de insistir, la mujer extravagante desistió y siguió su camino hacia la esquina opuesta adonde yo estaba. El muchacho caminó apurado hacia mí. Sacó su teléfono, haciendo el ademán para llamar a alguien.

En ese instante, siento un celular a mi izquierda: era el de la joven que todavía estaba esperando junto a mí. Parecía bastante ofuscada por el retraso de su novio.

jueves, 27 de agosto de 2009

Morir de amor

Busco en mi alma el rincón donde suelo cobijar tu imagen. Deseo entrar como hace un tiempo atrás, pero luce tan tristemente herido, que no me atrevo a acercarme. Simplemente observo desde afuera y puedo ver que fui la causante del dolor.

Quisiera encontrar la forma para remediarlo. Con gusto volvería atrás, mas no puedo manipular el tiempo a mi antojo. Es un segundo peligroso, el segundo de la debilidad, en el que deseo ansiosa escuchar tu voz y envolverme en ella con cada respiración, pero sé que eso causaría más dolor del que inconscientemente me he encargado de generarte, y no lo soportaría.

Me atrevo a confesar el egoísmo que mantiene vivo el deseo de saber qué estás haciendo; el mismo que me impulsa descaradamente a atravesar la ciudad para que me abraces en silencio sin proferir palabra. Porque sólo quiero que me cubras con tus brazos y luego me mires a los ojos. Con eso me basta.

Pienso... Pongo un freno a mi impulso.

Mi alma se entristece poco a poco. Aún no he encontrado el camino. Se desgarran mis sueños y las imágenes del recuerdo a tu lado.
Se marchitan mis deseos y dejo levemente que se marchiten los nuestros. Y no sé por qué lo hago.

Me acuesto y dejo pasar la vida ante mis ojos, mientras ella, descarada, se ríe de mi miseria. No puedo explicar qué me sucede. Es realmente extraño.

Ahora es tarde. No soy materia. Para algunos, mi peso es sólo de veintiún gramos; otros, ni siquiera se atreven a pensar en ello.

Vuelo, me río del tiempo y de mí misma. Mientras, recibo a otros que, según dicen, también murieron de amor.

Oxígeno

Está cansada.
Se recuesta en el árbol, que solidariamente la cobija. Mientras, siente el movimiento de las hojas, la brisa que roza sus párpados y modifica el color de sus mejillas.

En el medio de un murmullo que delata fragancia a niñez, busca oxígeno, su oxígeno.

Se recuesta, mira a sus costados y hacia arriba. El verde follaje la cubre del doloroso ahogo. Se deja estar, lo sabe.
Entrega su cuerpo casi involuntariamente sobre el grandioso árbol.

Un ángel se posa a su lado, desciende cuidadoso y precavido. Se inclina hacia ella y le cede gran parte del oxígeno que necesita.
Sin dudarlo, le suplica que la lleve con él, que la sujete a sus alas y le muestre el paraíso.

El ángel se sonríe irónico y con un tono burlón contesta:

-Todavía no te toca, no me provoques, vas a morir cuando yo quiera...

miércoles, 26 de agosto de 2009

Una noche con los nudillos de Julio...

Él siempre habla mucho. Tiene la imperiosa necesidad de generar una multitud de sonidos eufóricos. Algunos los llaman palabras, yo prefiero denominarlos así. Crecimos juntos y aún a nuestros 30, seguimos haciéndolo. Sé que no está pasando por el mejor momento en su trabajo. Como pude, el sábado cuando nos vimos, le dije que así era el sistema. “Lamentablemente, así se relacionan empleador y empleado”. Esas fueron mis únicas palabras. Él se adueñó de un monólogo absoluto, parejo y excitado. Al escucharlo me preguntaba si en algún momento tendría que sumergirlo en la bañera: se estaba secando. Su boca, sus mejillas, su rostro completo, languidecían. Su discurso se transformó en murmullo y mis ojos se fijaron sobre sus manos. Me perdí en ellas y se adueñaron del protagonismo de nuestro encuentro. Ahora dialogaba con diez dedos desesperados. Eran más anchos en las puntas, por lo que la uña cobraba una dimensión exagerada en relación con las otras dos falanges.

Yo sabía que él vivía extremadamente tenso, que le costaba relajarse y que, incluso, tenía la manía de saborear sus nudillos con mordiscones, pero ese sábado, sus nudillos le confesaron a mis ojos, algo que yo no sabía: Julio estaba triste. Detrás de esa locura linda y bohemia había aflicción. Dedos que iban y venían como ráfagas de viento. Una mezcla de sensaciones atormentaban mis pupilas dilatadas por el sueño.

Fui a la cocina, serví café. El líquido negro estaba muy caliente, desprendía humo mientras daba vueltas adentro del recipiente. El recipiente daba vueltas sobre la cafetera. La mesa se movía. La cucharita diminuta daba giros innumerables entre mis dedos. Tomé un grano de sal gruesa, lo coloqué con los ojos cerrados debajo de mi lengua y esperé a que las cosas tomaran su lugar habitual, parada al lado de la hornalla para que no se hirviera el café. El murmullo del living continuaba:
− ¿Me entendés lo que te digo, Caro?

No, no lo entendía. Estaba demasiado comprometida con el pesar de sus dedos, con los gritos de dolor de los nudillos. Volví al sillón del living con la bandeja y el café arremolinado. Al regresar, me encontré con uno de sus dedos aprisionado entre los dientes, que hacían pequeños cortes, lo suficientemente tajantes como para pintar de color “rojo fuego” la articulación media entre la primera y la segunda falange del Índice. Los nueve restantes, que aún estaban a salvo, se dirigieron directamente a mis ojos, desesperados pedían auxilio por el nudillo que estaba siendo asesinado. Se movían al ritmo del murmullo. Valientes, el Índice y el Gordo, pegados al asa de la tacita de café, se acercaban miedosos a los labios inquietos de Julio. Los monstruosos dientes les dieron tregua. Disfrutaron de unos minutos de calma.

Las manos de Julio eran agónicas masas de articulaciones largas y deformes, con dedos embriagados en fatiga y desconsuelo. Sabía que estaban consumiéndose, pero me paralicé ante su pedido de ayuda. Mientras el murmullo cesaba, las acompañaba hasta el ascensor para despedirlas. Se marcharon sumergidas en los bolsillos de la campera, cuidando a sus diez hijos empapados en llanto, fruto de tanta violencia.

Entre mi desazón apareció el sueño, el telón de mis pestañas dio fin a la función de esa madrugada. Al día siguiente, me desperté vestida y con frío, acurrucada entre los almohadones del sillón. Aún seguían en la mesita ratona las tacitas de café de la noche anterior.

Recordé el encuentro, pero jamás supe en qué momento despedí a Julio.

La especie lagañosa

Las lagañas son animales indefensos que crecen de manera escalonada en zonas húmedas y montañosas, vulgarmente denominadas lagrimales. Se reproducen en cuestión de horas y en la oscuridad. No tienen en sí mismas una gran adaptación a todo el medio natural que rodea su hábitat. Las especies lagañosas intentan sobrevivir más de doce horas (tiempo máximo de vida). Pero se ha comprobado que son susceptibles al agua y a movimientos bruscos originados por fuerzas motrices ajenas a ellas.
Por otro lado, su naturaleza homosexual ha eliminado la posibilidad de existencia masculina en la comunidad lagañense. Esto ha sido causa de numerosos estudios y objetivo de investigaciones extensas en donde se han preocupado por el modo de reproducción de las lagañas. Aún sin descubrir cómo realmente se multiplican, ásperas y sólidas toman forma en la vida nocturna.

Coincidencias

Valeria tiene treinta años. Conserva, como si fuera un cofre de diamantes, la cajita que su madre le dejó antes de morir, junto a una carta con algunos datos del hospital de Córdoba, en donde nació… El primer chupete, la mamadera de vidrio donde tomó sus primeros sorbos de leche y la pulserita de identificación de la sala de neonatología, con el nombre de la madre y el número de habitación. Cuanto más observa la tirita blanca con el apellido materno impreso, (con el que fue anotada horas más tarde en el Registro Civil), más extraña ese pasado, más sueña con tenerla viva; y para sentir más de cerca su ausencia, un poco sin querer y otro poco por el placer que esconde el dolor, palpa con sus manos cada uno de los elementos de pequeña, deseando descubrir algo más, algo que jamás podría recordar si no fuese por esa pequeña caja. En realidad, es lo único que le queda para poder aferrarse a su niñez, al recuerdo de su madre, a su mirada enfermiza de los últimos días antes de perder el conocimiento, a la profunda tristeza que le provocó el abandono de su padre.

Su madre, tenía treinta y siete años cuando murió. La recuerda con la mirada mustia y la comisura de los labios hacia abajo. De su padre, sólo recuerda el nombre: Facundo P. Uribe. Ese hombre al que la naturaleza le asignó, a modo de obsequio, el título de padre.

Los dieciocho de Valeria no fueron fáciles, sin embargo, la presencia de Sofía la ayudó a sobrevivir. Fueron compañeras desde el jardín de infantes y de ahí en más, nunca se separaron. Compartieron viajes, salidas, amigos e historias. No existen secretos, ni mentiras entre ellas. Luego de la muerte de su madre, Valeria tuvo que buscar un nuevo hogar: la casa donde había vivido, le traía muchos recuerdos, era demasiado grande para mantenerla sola y estaba alejada del centro, donde había conseguido un trabajo como secretaria. Con Sofi, resolvieron mudarse a un departamento de dos ambientes en la ciudad de Córdoba, mientras cursaban la Universidad.

A los veintitrés, Sofi conoció a Ramiro, el hombre de su vida. Salían a correr al parque todas las tardes, también a cenar, al cine, a caminar, incluso se lucían por ser una virtuosa pareja de baile. Una relación mágica… así la llamaba Sofía. Con los años, y cursando ya sus últimas materias, decidió ir a vivir con él. Alquilaron un departamento cerca del que, ahora, vive Valeria. Ya no era lo mismo. Valeria comenzó y aprendió tan rápido a compartir sus días con la soledad, que los fines de semana, se zambullía en el mundo de las películas y barras de chocolate. Así amanecía cada domingo: con el televisor encendido en algún canal de de ventas de electrodomésticos, con anuncios poco creíbles, donde hablan un español mestizo entre mexicano y estadounidense.

Valeria es eficiente en su trabajo. Así consiguió que la ascendieran en la empresa donde trabaja desde hace dos años. Tanto fue su éxito, que en pocos meses pudo comprarse una cabaña en San Martín de los Andes: un complejo exclusivo de unas pocas cabañas a metros del lago, en donde pensaba vivir cuando fuese mayor y solterona. Siempre le había gustado el sur, tenía una especial debilidad. Se hacía una disparada cada fin de semana para aprovechar de la tranquilidad y mantener en condiciones la casa. Disfrutaba del aroma de la escarcha, de la consistencia de la nieve. Se quedaba horas absorta, recorriendo los paisajes. Podía sentir el olor a madera de las cabañas, la nube húmeda de vapor que se desprende de cada uno de los lagos. Valeria estaba hipnotizada, sumergida en los rosales de cada vereda de San Martín de los Andes. Era un lugar encantado, un universo mágico, de una paz inigualable. Está convencida de que tiene que vivir en ese lugar... Cada fin de semana cambia las películas por el Lago Lácar y la imponencia de un valle vestido de blanco por la nieve.

A poco tiempo de haber comprado, un vecino del complejo de cabañas en donde ella vivía, había organizado una cena de bienvenida para Valeria. Un hombre muy apuesto, de más de cincuenta, se acercó a saludarla con una sonrisa no demasiado expresiva, pero que le abría paso a una conversación:
−¿Sofía, no es cierto? –y sin esperar respuesta, siguió- me enteré de que está viviendo en mi antigua y tan amada casa −ella lo mira con sorpresa sin comprender de dónde la conoce−. Perdóneme, no me presenté, soy el intendente y ahora vivo en la cabaña de enfrente.
−¡Qué sorpresa tan agradable! Encantada. No sabía que mi cabaña había sido suya…
−Sí, esa casa tiene mucho de mí y yo me he llevado mucho de ella. Espero que la disfrute, tiene una vista maravillosa…

Continuaron su charla hasta largas horas de la noche. Él se sintió especialmente atraído por esa joven dulce y sensible de una prestancia inigualable. No pudo evitar invitarla a cenar a su casa para el día siguiente, y ella aceptó encantada.
Él manejó la situación con total cordialidad. Valeria se sintió protegida, atraída por ese hombre de pasados los cincuenta. Cuando se despidieron, quedó con la fragancia de su perfume amaderado impregnado en las fosas nasales y lo respiró una y otra vez con los ojos cerrados, como si aún estuviese ahí.

En Córdoba, Sofi disfrutaba su vida de casada junto a Ramiro; tenían los conflictos comunes de toda pareja y hacían esfuerzos por mantener el delicado equilibrio de la convivencia. Sin embargo, el tiempo modificó las cosas y la armoniosa relación, se marchitó después de cinco años. Es evidente que ya no funciona, o quizá nunca funcionó. Lo cierto es que Sofi está viviendo una profunda crisis, así es que pensó en la casita de Neuquén: habló con Valeria, se encontraron a tomar un café en el barcito de siempre. Como era de esperar, Valeria no dudó ni un segundo en decirle a Sofi que pasara esa misma tarde por su casa, para buscar las llaves.
Al mediodía siguiente, Sofía ya estaba abriendo la puerta de la cabaña de techo a dos aguas.

La primera semana, no salió más que a hacer las compras: nevaba demasiado y podía ahogar sus penas mirando algunas películas que Valeria le había prestado. Luego de una semana de encierro, un hombre robusto, unos veinte años mayor que ella se acercó a la puerta de calle y tocó unos timbrecitos cortos, como si fuese habitué del lugar. Sofía abrió tímidamente la puerta.
−¿Qué tal? Disculpe el atrevimiento, soy su vecino, vivo en la tercera cabaña, pero hace días que veo movimiento por aquí y quería asegurarme de que estuviese todo en orden. Tenía entendido que Valeria no vendría estos fines de semana.
−Así es, Valeria no vino. Yo soy la amiga, Sofía. Encantada de conocerlo. ¿Quiere pasar?
−Le agradezco muchísimo, pero estoy camino a casa. Cualquier problema que tenga, no dude en avisarme.
Se despidieron amablemente, sin embargo sus miradas ocultaron el fuego de un intenso encuentro que tendrían dos días más tarde.
Sofía estaba confundida. Él le pidió absoluta reserva y le dijo que no intentara ubicarlo, que él se comunicaría con ella. Sofía sólo le preguntó el nombre. Él contestó entre dientes Facundo Páez… y se fue por la puerta de atrás, que daba directamente al lago. Sofía sabía que era casado y tenía dos hijos adolescentes, pero no le importaba: estaba fascinada con ese hombre tan viril, con ese perfume amaderado que se impregnaba en las sábanas durante días.
Él comienza a sentirse cada vez más a gusto con Sofía, pero no deja de pensar en la mirada de Valeria, en su piel blanca, en el lunar al costado de su comisura, en la dulzura de su sonrisa, en la tibieza de sus manos.

Después de dos semanas, Sofía habla por teléfono con Valeria para contarle cómo estaba y sobre las novedades de la casa. No pudo evitar la tentación y le contó sobre Facundo. Valeria saltó del sillón con emoción y le dijo que estaba muy contenta de verla entusiasmada después de todo lo que había pasado con su divorcio. Pero no recordaba que hubiese ningún Facundo Páez con esas características, al menos, dentro del complejo. Le pidió a Sofía que se cuidara y en un tono irónico, agregó que averiguara más acerca de a quién invitaba a pasar una noche apasionada en su casa.

Ese lunes, Sofía lo recibe con una medida de whisky y una cena a la luz de las velas. Mientras mezclan arrumacos con palabras sueltas, Sofía lo mira a los ojos:
−¿Quién sos en realidad? Te pido que no me mientas y confíes en mí. Ya ves que en el día no salgo demasiado, no hablo con muchas personas. Quiero saber…
−Me estás poniendo en una situación incómoda… no seas así, chiquita −mientras le acaricia el mentón queriéndola convencer-. Sabés que no es necesario…
−Si no me decís quién sos, te vas de esta casa y te olvidás de estos encuentros… -y en un tono casi amenazador, agrega- y ni hablar de lo que te espera, porque no creerás que me voy a quedar con la intriga…
Él titubeó un segundo, pero pensó que no sería tan grave que supiera la verdad.

A la mañana siguiente, Valeria llama a Sofía por teléfono, muy intrigada:
−¿Cómo estás, Sofi? Te noto cansada, estuviste con el tipo este… con… Facundo?
−Ay, amiga… No lo vas a creer… Yo me meto en cada baile… No tengo arreglo…
−No me asustes… ¿qué pasó?
−Nada, no pasó nada grave… salvo porque me estoy acostando con el intendente…

Se hizo un silencio en la comunicación. Valeria se quedó con el tubo en la mano, los ojos bien abiertos. No sabía qué contestar… ¿Qué le diría? ¿Que se estaba acostando con el hombre del perfume inolvidable? ¿Con ese mismo con el que sintió escalofríos la primera vez y tembló toda la conversación mientras hablaban en su cena de bienvenida?

Antes de que Valeria pudiera emitir un sonido, Sofía se adelantó y continuó con el relato:
−Eso no es lo peor… Me enteré de que el tipo se mudó acá porque tiene un pasado en Córdoba que prefiere olvidar y al llegar a Neuquén, decidió que lo llamaran por uno de sus apellidos y comenzar una vida nueva… Es un farsante, toda una mentira… Facundo Páez no existe.
−Pero entonces ¿quién es? ¿Cómo se llama?
−Fue muy astuto el señor Facundo Páez Uribe.
Silencio ensordecedor.
… Vale, ¿seguís ahí?..

Aventura

Ella va en camino... Cree que lo encuentra... Siente su cuerpo vibrar...
Ella sabe que no debe. Sólo ríe, llora, se arrepiente y vuelve a reír nerviosa.
Vuelve a llorar y nuevamente se arrepiente de pensarlo...
Ella se intimida, quiere... pero no...
Mira hacia abajo, sonríe cómplice...
Él no llora, no ríe, se atreve, no se arrepiente...

Ella tampoco....