domingo, 30 de agosto de 2009

La esquina de los plantados

Fui puntual: el viernes a las 18 horas en Yerbal y Nazca, justo antes de las vías yendo desde Rivadavia. Siento vibrar mi celular. Era Laura: se retrasaría quince minutos. Al menos no estaría sola. Una joven estaba parada en la esquina a mi costado izquierdo, sobre Nazca. Miraba el reloj impaciente. “La esquina de los plantados”, pensé.

Mientras le respondía el mensajito a Laura, una pareja, justo a mi costado diestro, a veinte metros de la esquina, sobre Yerbal, jugaba a hacerse arrumacos. Ella vestía jeans ajustados, como incorporados al cuerpo, una campera corta, bastante acolchonada. El elástico al nivel del cierre envolvía su cintura casi a punto de asfixiarla. Ella coqueteaba con él mientras pasaba sus manos sobre la tintura de su cabello opaco y extremadamente amarillo. Lo miraba fijo. Él, dirigía su vista hacia las baldosas y yo me introducía entre sus cuerpos, como si nada existiese y fuera parte de ese juego.

Ella movía sus brazos con movimientos espásticos y alternadamente, flexionaba una rodilla mientras mantenía la otra estirada. Se acercaba a los labios del joven, que se avergonzaba en cada intento de ser besado. Algo le decía casi en el oído, pero él escapaba a su búsqueda brusca, mientras sonreía moviendo negativamente su melena enrulada de izquierda a derecha. La mujer, bastante insistente apoyaba sus manos sobre el cierre de su campera, que minutos antes estaba cercano al cuello. Él abrió los ojos y sonrió avergonzado y nervioso. Estaba inquieto, miraba su reloj al mismo tiempo que intentaba dar breves pasos para avanzar hacia la esquina donde yo estaba, pero era interceptado por el cuerpo avasallante, de plataformas altas y cartera diminuta.

La mujer continuó pasando sus dedos por entre el cabello seco, buscando aceptación y a medida que el joven adelantaba, con pasos titubeantes, ella bajaba aún más el cierre abriendo de lado a lado cada solapa de su abrigo.

No podía ver demasiado desde donde estaba parada, pero era evidente que no estaban haciéndose arrumacos: el quería escapar.

Después de unos minutos de insistir, la mujer extravagante desistió y siguió su camino hacia la esquina opuesta adonde yo estaba. El muchacho caminó apurado hacia mí. Sacó su teléfono, haciendo el ademán para llamar a alguien.

En ese instante, siento un celular a mi izquierda: era el de la joven que todavía estaba esperando junto a mí. Parecía bastante ofuscada por el retraso de su novio.

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