Cuando llego a la estación de subte de Retiro, me abstraigo. Tramo corto hasta Libertador. Pienso: ¿qué son cincuenta metros? Nada.
Esta mañana, el mismo vendedor de tortas está sentado con la columna vertebral encorvada frente a la mesa enclenque donde exhibe sus bizcochuelos. Mientras sus manos dan vueltas las hojas sucias del diario gratuito, la abuela que está al lado de los que alguna vez fueron teléfonos públicos, espera que alguno de los que pasamos por allí, a cambio de una moneda, le saquemos de las manos un paquete de pañuelos descartables.
En un costado del piso, como un lilium primaveral, veo la bolsita de poxi-ran al lado de la joven madre. Tiene los brazos plagados de moretones, pero cobija a su bebé, que llora con una mensualidad de mocos recorriéndole los labios.
El olor a pizza de cebolla da náuseas a las ocho de la mañana; pero es lo que más se siente en el pasillo entre el andén y las escaleras mecánicas. Mis fosas nasales respiran orín seco, un vaho penetrante que me recorre de punta a punta provocándome más náuseas que el aceite frito y la mozzarella recalentada.
Casi haciendo cruz al barcito del olor a pizza y en un rincón mojado por los líquidos sucios de la estación, duerme amontonada media docena de niños de entre ocho y quince años. La bolsita con el pegamento que aspiran, ésta y casi todas las mañanas, tiene un efecto poderoso, casi mágico. Pero no es la magia que acompaña a la inocencia. Es, por el contrario, la reina madre del tren del terror de todas las magias del mundo.
Mientras pienso en ello, antes de pisar el primer escalón de la escalera mecánica, una niña, aproximadamente de dos años, se despierta entre la masa humana amontonada. Se trepa a los cuerpos y se deja caer. Se divierte. Lo repite con una sonrisa pícara e inocente, pero esta vez se aleja de las frazadas nauseabundas y se mezcla entre los transeúntes subterráneos. Pienso en ella en cada de uno de mis pasos hacia Libertador.
Al salir de la estación, el canillita me saluda con una sonrisa amable, al mismo tiempo que levanta la palma de su mano derecha en dirección al cielo. Por supuesto, yo lo imito en devolución del gesto.
En la calle hay sol y el aire huele a garrapiñada. Hay vida que camina apresurada entre otros cuerpos vencidos que de vez en cuando reptan por la superficie. Como el de esa abuela, que interrumpe el paisaje de los rascacielos que rodean toda la plaza Fuerza Aérea Argentina. Su colchón de material parece más cálido con la frazada. Dos palomas se detienen sobre los pies descalzos, (la única parte que la frazada no cubre). Picotean, se mueven inquietas y vuelven a picotear restos de pan. La abuela no se inmuta.
Sigo mi camino hacia Libertador mientras recibo empujones gratuitos y esquivo las chucherías de los puestos callejeros. Bocinazos y frenadas de colectivos son el telón musical de un Retiro sorprendente, de la plaza que están reacondicionando, con la Torre de los ingleses bien erguida, mostrándole a los extranjeros que se hospedan en el Sheraton, un Buenos Aires patriótico. Pienso. Camino. Me pierdo en la inmensidad de L.N. Alem y Av. Del Libertador, dos retazos de la historia mediados por el monumento al General San Martín en la cúspide de la plaza que lleva su nombre. Más abajo de la barranca, el Cenotafio de los caídos en Malvinas está custodiado por dos granaderos casi petrificados. Una identidad Nacional sólida, enaltecida con el honor y la lucha en cada nombre propio, en tan sólo cincuenta metros.
Todas las mañanas hago el mismo recorrido. Los niños amontonados en ese rincón son parte del paisaje.
Hace cinco días que observo atenta. Están todos. Pero hace días que falta una. La recuerdo bien.
Era la única más pequeña.
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