miércoles, 26 de agosto de 2009

Coincidencias

Valeria tiene treinta años. Conserva, como si fuera un cofre de diamantes, la cajita que su madre le dejó antes de morir, junto a una carta con algunos datos del hospital de Córdoba, en donde nació… El primer chupete, la mamadera de vidrio donde tomó sus primeros sorbos de leche y la pulserita de identificación de la sala de neonatología, con el nombre de la madre y el número de habitación. Cuanto más observa la tirita blanca con el apellido materno impreso, (con el que fue anotada horas más tarde en el Registro Civil), más extraña ese pasado, más sueña con tenerla viva; y para sentir más de cerca su ausencia, un poco sin querer y otro poco por el placer que esconde el dolor, palpa con sus manos cada uno de los elementos de pequeña, deseando descubrir algo más, algo que jamás podría recordar si no fuese por esa pequeña caja. En realidad, es lo único que le queda para poder aferrarse a su niñez, al recuerdo de su madre, a su mirada enfermiza de los últimos días antes de perder el conocimiento, a la profunda tristeza que le provocó el abandono de su padre.

Su madre, tenía treinta y siete años cuando murió. La recuerda con la mirada mustia y la comisura de los labios hacia abajo. De su padre, sólo recuerda el nombre: Facundo P. Uribe. Ese hombre al que la naturaleza le asignó, a modo de obsequio, el título de padre.

Los dieciocho de Valeria no fueron fáciles, sin embargo, la presencia de Sofía la ayudó a sobrevivir. Fueron compañeras desde el jardín de infantes y de ahí en más, nunca se separaron. Compartieron viajes, salidas, amigos e historias. No existen secretos, ni mentiras entre ellas. Luego de la muerte de su madre, Valeria tuvo que buscar un nuevo hogar: la casa donde había vivido, le traía muchos recuerdos, era demasiado grande para mantenerla sola y estaba alejada del centro, donde había conseguido un trabajo como secretaria. Con Sofi, resolvieron mudarse a un departamento de dos ambientes en la ciudad de Córdoba, mientras cursaban la Universidad.

A los veintitrés, Sofi conoció a Ramiro, el hombre de su vida. Salían a correr al parque todas las tardes, también a cenar, al cine, a caminar, incluso se lucían por ser una virtuosa pareja de baile. Una relación mágica… así la llamaba Sofía. Con los años, y cursando ya sus últimas materias, decidió ir a vivir con él. Alquilaron un departamento cerca del que, ahora, vive Valeria. Ya no era lo mismo. Valeria comenzó y aprendió tan rápido a compartir sus días con la soledad, que los fines de semana, se zambullía en el mundo de las películas y barras de chocolate. Así amanecía cada domingo: con el televisor encendido en algún canal de de ventas de electrodomésticos, con anuncios poco creíbles, donde hablan un español mestizo entre mexicano y estadounidense.

Valeria es eficiente en su trabajo. Así consiguió que la ascendieran en la empresa donde trabaja desde hace dos años. Tanto fue su éxito, que en pocos meses pudo comprarse una cabaña en San Martín de los Andes: un complejo exclusivo de unas pocas cabañas a metros del lago, en donde pensaba vivir cuando fuese mayor y solterona. Siempre le había gustado el sur, tenía una especial debilidad. Se hacía una disparada cada fin de semana para aprovechar de la tranquilidad y mantener en condiciones la casa. Disfrutaba del aroma de la escarcha, de la consistencia de la nieve. Se quedaba horas absorta, recorriendo los paisajes. Podía sentir el olor a madera de las cabañas, la nube húmeda de vapor que se desprende de cada uno de los lagos. Valeria estaba hipnotizada, sumergida en los rosales de cada vereda de San Martín de los Andes. Era un lugar encantado, un universo mágico, de una paz inigualable. Está convencida de que tiene que vivir en ese lugar... Cada fin de semana cambia las películas por el Lago Lácar y la imponencia de un valle vestido de blanco por la nieve.

A poco tiempo de haber comprado, un vecino del complejo de cabañas en donde ella vivía, había organizado una cena de bienvenida para Valeria. Un hombre muy apuesto, de más de cincuenta, se acercó a saludarla con una sonrisa no demasiado expresiva, pero que le abría paso a una conversación:
−¿Sofía, no es cierto? –y sin esperar respuesta, siguió- me enteré de que está viviendo en mi antigua y tan amada casa −ella lo mira con sorpresa sin comprender de dónde la conoce−. Perdóneme, no me presenté, soy el intendente y ahora vivo en la cabaña de enfrente.
−¡Qué sorpresa tan agradable! Encantada. No sabía que mi cabaña había sido suya…
−Sí, esa casa tiene mucho de mí y yo me he llevado mucho de ella. Espero que la disfrute, tiene una vista maravillosa…

Continuaron su charla hasta largas horas de la noche. Él se sintió especialmente atraído por esa joven dulce y sensible de una prestancia inigualable. No pudo evitar invitarla a cenar a su casa para el día siguiente, y ella aceptó encantada.
Él manejó la situación con total cordialidad. Valeria se sintió protegida, atraída por ese hombre de pasados los cincuenta. Cuando se despidieron, quedó con la fragancia de su perfume amaderado impregnado en las fosas nasales y lo respiró una y otra vez con los ojos cerrados, como si aún estuviese ahí.

En Córdoba, Sofi disfrutaba su vida de casada junto a Ramiro; tenían los conflictos comunes de toda pareja y hacían esfuerzos por mantener el delicado equilibrio de la convivencia. Sin embargo, el tiempo modificó las cosas y la armoniosa relación, se marchitó después de cinco años. Es evidente que ya no funciona, o quizá nunca funcionó. Lo cierto es que Sofi está viviendo una profunda crisis, así es que pensó en la casita de Neuquén: habló con Valeria, se encontraron a tomar un café en el barcito de siempre. Como era de esperar, Valeria no dudó ni un segundo en decirle a Sofi que pasara esa misma tarde por su casa, para buscar las llaves.
Al mediodía siguiente, Sofía ya estaba abriendo la puerta de la cabaña de techo a dos aguas.

La primera semana, no salió más que a hacer las compras: nevaba demasiado y podía ahogar sus penas mirando algunas películas que Valeria le había prestado. Luego de una semana de encierro, un hombre robusto, unos veinte años mayor que ella se acercó a la puerta de calle y tocó unos timbrecitos cortos, como si fuese habitué del lugar. Sofía abrió tímidamente la puerta.
−¿Qué tal? Disculpe el atrevimiento, soy su vecino, vivo en la tercera cabaña, pero hace días que veo movimiento por aquí y quería asegurarme de que estuviese todo en orden. Tenía entendido que Valeria no vendría estos fines de semana.
−Así es, Valeria no vino. Yo soy la amiga, Sofía. Encantada de conocerlo. ¿Quiere pasar?
−Le agradezco muchísimo, pero estoy camino a casa. Cualquier problema que tenga, no dude en avisarme.
Se despidieron amablemente, sin embargo sus miradas ocultaron el fuego de un intenso encuentro que tendrían dos días más tarde.
Sofía estaba confundida. Él le pidió absoluta reserva y le dijo que no intentara ubicarlo, que él se comunicaría con ella. Sofía sólo le preguntó el nombre. Él contestó entre dientes Facundo Páez… y se fue por la puerta de atrás, que daba directamente al lago. Sofía sabía que era casado y tenía dos hijos adolescentes, pero no le importaba: estaba fascinada con ese hombre tan viril, con ese perfume amaderado que se impregnaba en las sábanas durante días.
Él comienza a sentirse cada vez más a gusto con Sofía, pero no deja de pensar en la mirada de Valeria, en su piel blanca, en el lunar al costado de su comisura, en la dulzura de su sonrisa, en la tibieza de sus manos.

Después de dos semanas, Sofía habla por teléfono con Valeria para contarle cómo estaba y sobre las novedades de la casa. No pudo evitar la tentación y le contó sobre Facundo. Valeria saltó del sillón con emoción y le dijo que estaba muy contenta de verla entusiasmada después de todo lo que había pasado con su divorcio. Pero no recordaba que hubiese ningún Facundo Páez con esas características, al menos, dentro del complejo. Le pidió a Sofía que se cuidara y en un tono irónico, agregó que averiguara más acerca de a quién invitaba a pasar una noche apasionada en su casa.

Ese lunes, Sofía lo recibe con una medida de whisky y una cena a la luz de las velas. Mientras mezclan arrumacos con palabras sueltas, Sofía lo mira a los ojos:
−¿Quién sos en realidad? Te pido que no me mientas y confíes en mí. Ya ves que en el día no salgo demasiado, no hablo con muchas personas. Quiero saber…
−Me estás poniendo en una situación incómoda… no seas así, chiquita −mientras le acaricia el mentón queriéndola convencer-. Sabés que no es necesario…
−Si no me decís quién sos, te vas de esta casa y te olvidás de estos encuentros… -y en un tono casi amenazador, agrega- y ni hablar de lo que te espera, porque no creerás que me voy a quedar con la intriga…
Él titubeó un segundo, pero pensó que no sería tan grave que supiera la verdad.

A la mañana siguiente, Valeria llama a Sofía por teléfono, muy intrigada:
−¿Cómo estás, Sofi? Te noto cansada, estuviste con el tipo este… con… Facundo?
−Ay, amiga… No lo vas a creer… Yo me meto en cada baile… No tengo arreglo…
−No me asustes… ¿qué pasó?
−Nada, no pasó nada grave… salvo porque me estoy acostando con el intendente…

Se hizo un silencio en la comunicación. Valeria se quedó con el tubo en la mano, los ojos bien abiertos. No sabía qué contestar… ¿Qué le diría? ¿Que se estaba acostando con el hombre del perfume inolvidable? ¿Con ese mismo con el que sintió escalofríos la primera vez y tembló toda la conversación mientras hablaban en su cena de bienvenida?

Antes de que Valeria pudiera emitir un sonido, Sofía se adelantó y continuó con el relato:
−Eso no es lo peor… Me enteré de que el tipo se mudó acá porque tiene un pasado en Córdoba que prefiere olvidar y al llegar a Neuquén, decidió que lo llamaran por uno de sus apellidos y comenzar una vida nueva… Es un farsante, toda una mentira… Facundo Páez no existe.
−Pero entonces ¿quién es? ¿Cómo se llama?
−Fue muy astuto el señor Facundo Páez Uribe.
Silencio ensordecedor.
… Vale, ¿seguís ahí?..

No hay comentarios:

Publicar un comentario