Él siempre habla mucho. Tiene la imperiosa necesidad de generar una multitud de sonidos eufóricos. Algunos los llaman palabras, yo prefiero denominarlos así. Crecimos juntos y aún a nuestros 30, seguimos haciéndolo. Sé que no está pasando por el mejor momento en su trabajo. Como pude, el sábado cuando nos vimos, le dije que así era el sistema. “Lamentablemente, así se relacionan empleador y empleado”. Esas fueron mis únicas palabras. Él se adueñó de un monólogo absoluto, parejo y excitado. Al escucharlo me preguntaba si en algún momento tendría que sumergirlo en la bañera: se estaba secando. Su boca, sus mejillas, su rostro completo, languidecían. Su discurso se transformó en murmullo y mis ojos se fijaron sobre sus manos. Me perdí en ellas y se adueñaron del protagonismo de nuestro encuentro. Ahora dialogaba con diez dedos desesperados. Eran más anchos en las puntas, por lo que la uña cobraba una dimensión exagerada en relación con las otras dos falanges.
Yo sabía que él vivía extremadamente tenso, que le costaba relajarse y que, incluso, tenía la manía de saborear sus nudillos con mordiscones, pero ese sábado, sus nudillos le confesaron a mis ojos, algo que yo no sabía: Julio estaba triste. Detrás de esa locura linda y bohemia había aflicción. Dedos que iban y venían como ráfagas de viento. Una mezcla de sensaciones atormentaban mis pupilas dilatadas por el sueño.
Fui a la cocina, serví café. El líquido negro estaba muy caliente, desprendía humo mientras daba vueltas adentro del recipiente. El recipiente daba vueltas sobre la cafetera. La mesa se movía. La cucharita diminuta daba giros innumerables entre mis dedos. Tomé un grano de sal gruesa, lo coloqué con los ojos cerrados debajo de mi lengua y esperé a que las cosas tomaran su lugar habitual, parada al lado de la hornalla para que no se hirviera el café. El murmullo del living continuaba:
− ¿Me entendés lo que te digo, Caro?
No, no lo entendía. Estaba demasiado comprometida con el pesar de sus dedos, con los gritos de dolor de los nudillos. Volví al sillón del living con la bandeja y el café arremolinado. Al regresar, me encontré con uno de sus dedos aprisionado entre los dientes, que hacían pequeños cortes, lo suficientemente tajantes como para pintar de color “rojo fuego” la articulación media entre la primera y la segunda falange del Índice. Los nueve restantes, que aún estaban a salvo, se dirigieron directamente a mis ojos, desesperados pedían auxilio por el nudillo que estaba siendo asesinado. Se movían al ritmo del murmullo. Valientes, el Índice y el Gordo, pegados al asa de la tacita de café, se acercaban miedosos a los labios inquietos de Julio. Los monstruosos dientes les dieron tregua. Disfrutaron de unos minutos de calma.
Las manos de Julio eran agónicas masas de articulaciones largas y deformes, con dedos embriagados en fatiga y desconsuelo. Sabía que estaban consumiéndose, pero me paralicé ante su pedido de ayuda. Mientras el murmullo cesaba, las acompañaba hasta el ascensor para despedirlas. Se marcharon sumergidas en los bolsillos de la campera, cuidando a sus diez hijos empapados en llanto, fruto de tanta violencia.
Entre mi desazón apareció el sueño, el telón de mis pestañas dio fin a la función de esa madrugada. Al día siguiente, me desperté vestida y con frío, acurrucada entre los almohadones del sillón. Aún seguían en la mesita ratona las tacitas de café de la noche anterior.
Recordé el encuentro, pero jamás supe en qué momento despedí a Julio.
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