jueves, 15 de octubre de 2009

El ángel

Era triste como un día gris. El párpado le cubría la mitad de la pupila y su mirada mustia parecía una foto antigua, detenida en el tiempo. En el barrio la conocían como cebollita: desde chiquita no hacía más que provocar lágrimas a quien la mirase. Durante años, los compañeros de colegio no la invitaban a los cumpleaños, porque de hacerlo terminaban todos en una gran catarsis de llanto espasmódico. Mi tía Carmelina, me tenía prohibido pasar por la puerta de su casa porque decía que era contagioso, que la peste y la enfermedad y no sé cuántas cosas más…

Griselda era consciente de lo que provocaba, pero cada vez se abstraía más en su soledad y pasaba cada recreo del colegio mirando un punto fijo entre las millones de manchitas negras que tenían las baldosas del patio. Y así permanecía hasta que la campana indicaba entrar al aula nuevamente. Muchas veces me sumé al coro de niños groseros y burlones, pero hoy me arrepiento de ello.

La recuerdo arrastrar sus pies descalzos entre la tierra del basural de la esquina, con los hombros vencidos hacia adelante y la cabeza gacha. Ya abrió paso entre las bolsas sucias doce veces, ida y vuelta.

Estoy sentada en el umbral de mi casa comiendo caramelos que me trajo mi tía Carmelina, 34° grados a la sombra, ni los perros en la calle. Salvo ella, la triste Griselda debajo del rayo solar y yo, que acostumbro a sentarme debajo del limonero después del almuerzo. Parece mirar hacia abajo como intentando encontrar algo perdido. Mueve un pie de izquierda a derecha como rozando la tierra, sin apoyarlo del todo y con el dedo gordo hace hoyitos en la tierra seca, inclina su torso en pequeñas secuencias hacia abajo, mirando el suelo y dirige uno de los brazos en la misma dirección. No veo demasiado desde enfrente, pero creo que con el dedo índice, escarba en el mismo lugar donde escarbó con el dedo gordo del pie. El otro brazo lo apoya en la montaña de bolsas que está a su costado diestro. Parece más fea de lo que en realidad es, con el pelo ondeado y seco tapando su cabeza completa y de nuca al cielo. Desde el umbral de casa estiro el cuello como queriendo acercarme y retrocedo un poco cuando ella amaga en volver su torso a la normalidad. Me quedo absorta, pegada a los dedos de Griselda, que aún revuelve la tierra con toda la mano. Hace polvo y un hoyo cada vez más profundo con movimientos rápidos y enérgicos. Hasta que toma algo entre sus dedos. Imagino que es del tamaño de una falange. No se ve más que su mano entre una nube de tierra agitada. Por unos minutos lo mira tan tensa y concentrada como yo la observo a ella. Silencio en el aire, fragancia a orín de gato y a cebolla podrida en el medio de una brisa calurosa.

Sin perder la mirada en otra cosa que no sea su mano, acomoda su torso en posición vertical, camina sin sacar la vista de su puño cerrado. El baldío de al lado al basural aún tiene una porción de tierra usable. Griselda camina hechizada y tanteando con las puntas de los dedos el terreno, elige un espacio, mira la tierra, se pone en cuclillas y como si nada existiese a su alrededor, mantiene con cuidado su puño izquierdo en el aire y con su mano libre ahueca la tierra con total parsimonia, y en un ritual de suma concentración, baja su puño izquierdo y suavemente lo abre dejando caer algo diminuto, mínimo, tan mínimo que no puedo verlo.

Esa imagen revolotea en mis recuerdos. Nunca supe que tenía entre sus manos, pero cada tarde, después de almorzar, llevaba a ese lugar un bidón de agua y lo echaba en cuotas para no hacer un barrial.

Hoy, desde el umbral de casa, en aquél terreno se ve un árbol inmenso, con un tronco firme hacia arriba y hacia el costado, como si en algún momento se hubiese cansado de estar erguido y una parte de él eligió recostarse casi sobre el suelo. Después de quince años, en lugar del basural, Griselda elige pasar las horas sobre esa rama del árbol para mirar las chicharras. Eso, cuando no decide buscar algún método para quitarse la vida. Siempre es en la siesta, con el calor fulminante o el invierno más congelado.

Desde hace quince años intenta suicidarse y ni siquiera eso le sale bien. Cuentan las vecinas que han sido más de treinta intentos y todos resultaron un fracaso absoluto. Hace dos semanas se tiró desde la copa de su árbol. Esguince de tobillo y algunas lesiones en las rodillas, pero nada grave. Esas fueron las palabras de los médicos.

La veía triste, muy triste. Así es que ayer, en el horario de almuerzo del trabajo, compré dos porciones de tarta y dos gaseosas y caminé las cuatro cuadras de siempre, pero en lugar de ir a casa, fui al terreno, que ya no es más baldío. Me acerqué sigilosa, no quería asustarla, el pueblo es silencioso al mediodía y la actividad recién comienza nuevamente a las cinco de la tarde. Las hojas de distintos verdes la cubren de su ahogo y la protegen del sol. Entrega su cuerpo casi involuntariamente sobre el grandioso árbol. A tres pasos de llegar, la siento hablar por primera vez con alguien, pero no veo a nadie, más que a ella. Supuse que una vez más estaba hablándose a sí misma y murmurándose como lo hacía siempre. Me apoyo en la tierra para no hacer ruido y escucho atenta:
−No me retengas. Estoy cansada y necesito un poco de oxígeno. Te suplico que me lleves adonde vayas. Voy a sujetarme de tus alas y sé que vas a mostrarme el paraíso… ¿no es cierto?... no te rías de mí… te lo ruego.
Siento una risa irónica y un timbre de voz grave y burlón que le contesta:
−No me río de vos… Todavía no te toca, no me provoques, vas a morir cuando yo quiera.

3 comentarios:

  1. "es que la muerte está tan segura de vencer, que nos da toda una vida de ventaja", pero se le ocurrió entretenerse con Cebollita.

    Me gusta la manera de escribir!!

    ResponderEliminar
  2. Lo leí hace unos días y quise comentarlo cuando tuviera un ratito más tranquilo, así que aquí estoy.

    Es una historia interesante, novedosa (al menos para mi corta experiencia lectora) y con un giro muy importante sobre el final que no sólo sorprende sino que también cambia completamente toda concepción de género.

    Esta bueno el manejo de flashback que hiciste y cómo nos obligas a meternos en la escena llevando el pasado a una narración en tiempo presente y metiendo detalles muy específicos... "Estoy sentada en el umbral de mi casa comiendo caramelos que me trajo mi tía Carmelina, 34° grados a la sombra, ni los perros en la calle.". En fragmentos así, se siente realmente como un flashback cinematográfico en el que el narrador lo cuenta en presente mientras vivimos las imágenes con él.

    Por ahí se me hizo un poco confuso el dibujarme mentalmente la imagen de ese valdío. Hay cosas implícitas que no manejo o simplemente no detecte en mi lectura.

    El final es interesante. En mi resultó un final abierto, porque me dejó dudas y no puedo estar seguro de que mis interpretaciones sean definitivas. Para mí la lectura es una... o no. Vendrá quien diga que es super claro. Y ahí está la gracia. Acá quedo yo con mi indecisión y las dudas sobre el rumbo que le doy al cuento.

    Bueno, cumpli en pasar a chusmear de qué se trataba al final. ¡Besos!

    P.D: ¿Tocas el piano? ¡Qué piola! Yo siempre quise una banda con tecladista... ahora, el tema es que yo no sé casi tocar nada... jajja.

    ResponderEliminar
  3. pude ver en tu texto a Griselda en su pequeño pedazo de mundo. Hay mucho en tu historia. Me gustó. Sergio

    ResponderEliminar